El frío se desvanecía, agotado por el vigoroso sol que relucía en lo alto, parecía como si una gruesa cortina hubiera sido descorrida en el firmamento, dejando filtrar de un día a otro, toda su energía. Los campos habían reverdecido, las abejas laboraban impertinentes, las mariposas trazaban piruetas, los pájaros afinaban sus trinos, las ranas croaban intermitentes, pequeñas píldoras de colores salpicaban la tierra seca y las hojas mustias se hundían entre nuevas marañas que brotaban punzantes. Aquel hombre dejó sus guantes, se quitó la gorra empapada, se secó el sudor con sus manos ásperas y miró alrededor. La sangre sentía que le hervía, en su corazón se había instalado un potente acelerador de partículas, caminaba receptivo, atento, los dientes apretados, los puños cerrados, oteando alrededor hacia las sombras de los árboles, donde estaban los compañeros.
Era la hora del almuerzo, estaban todos sentados, algunos en el suelo, otros en los ribazos. En los campos lindantes los jornaleros seguían trabajando, el ruido de las máquinas de faenar invadía las pocas conversaciones, el estruendo de los tractores resonaba en su cráneo, como en una caja acústica; su rostro congestionado, rojo, los ojos entrecerrados, y la vena de su cuello, presagiaban la tormenta, el estallido seco de la violencia. El otro jornalero permanecía impávido mientras aquel se acercaba hacia él desafiante, paró en seco a su lado, recriminándole una afrenta pasada; se veían sus bocas abrirse como en una película muda, cuando… empezaron a empujarse, primero el que permanecía de pie propinó un fuerte empellón en el pecho al otro, luego, el que estaba sentado se levantó, incrédulo, y se irguió en actitud de defensa, esgrimiendo el bocadillo como única arma; intercambiaron más frases entrecortadas, lanzadas al aire entre una fina lluvia atomizada de saliva, les envolvía una capa transparente de energía incombustible, ni buena ni mala, simplemente habían formado un halo de rayos que estallaban, generados por la electricidad acumulada en las nubes de tormenta, que se presiente, se huele, se espera y se desea que explote en torrencial lluvia, con ímpetu ruidoso para dejar paso a la calma, anhelando aspirar el olor a tierra mojada, pequeños instantes de paz que nos hacen pensar que merece la pena estar aquí, aunque no sepamos muy bien, para qué, ni por qué.
Se enzarzaron, en una desigual pelea, pues no había ánimo de ella en aquel que no soltaba su almuerzo por nada del mundo; todo fue muy rápido, los compañeros tardaron en reaccionar, sorprendidos, aletargados por el calor, una mujer clamó a gritos, pidiendo que los separaran, y a la vez, el remolino de sus cuerpos y sus brazos, trazaba círculos concéntricos en el aire, estrellas radiantes y líneas discontinúas, serpientes y lagartos con lenguas viperinas que salían por su boca. Finalmente, los separaron, atónitos, sin saber muy bien qué había pasado, ni qué lo había originado, formándose dos grupos, tan sólo por la precaución de que no volvieran a tocarse, cada hombre dio su explicación de lo ocurrido, alegando sus razones, volvieron poco a poco al trabajo, deshaciéndose los corrillos y al final de la jornada, cada uno en su casa se reía al contar lo acontecido, sobre todo recordando cómo uno de ellos no soltaba el bocadillo. Aquella noche llovió con furia, había llegado la primavera.
A. Ferri