La planchadora, Degas

 

Para un detective de mala muerte como yo, cualquier encargo era aceptable, siempre que depositaran una buena cantidad de dinero en mi cuenta bancaria; aquella señora, de esmerado aspecto y elegancia innata, estaba dispuesta a ingresarla para que averiguara la razón por la que su marido andaba revuelto en la cama de una humilde planchadora.

Sabía que me la estaba jugando, no el prestigio, que de eso no tenía, ni había tenido, sino la escasa condescendencia con que las autoridades me obsequiaban en éstos últimos tiempos. La dama no se iba a conformar con un informe al uso, en primer lugar, porque ya sabía quién era la tercera en discordia, dónde trabajaba y cuántas veces se veía con su marido en aquel cuartucho repleto de balas de ropa recién lavada. La señora quería saber el porqué de la obsesión de su cónyuge por esa mujer desaliñada, prácticamente en los huesos, de aspecto enfermizo y tan precaria condición.

Para tal misión, le apercibí, tendré que recurrir a profesionales de la mente, tal vez debamos incursionar en la videncia o la santería, necesitaré una buena suma para contar con los mejores. ‘Recurra al mismísimo diablo si hace falta’, me dijo, mientras extendía un cheque al portador con su Montblanc negra y sus pintadas uñas carmesí se aferraban a la pluma como las garras de un felino al cuello de su presa.

Averigüé, de forma fácil, que los unía un vínculo de la infancia; la mujer era la hija de uno de los sirvientes en la casa familiar de su marido en Santander. Crecieron juntos hasta la adolescencia en que a ella la enviaron a servir a una buena casa de Madrid y a él, a un internado en Bilbao.

Poco le importaría a la estirada mujer que se conocieran desde la cuna, o desde que el hombre terminó la universidad, quería destripar el vínculo que los unía, diseccionar el origen de la emoción de su aventura para poder atacar desde la base y borrar para siempre cualquier rastro de amor, si lo había, consiguiendo reponer la apacible y burguesa convivencia de pareja mantenida hasta ahora.

Ni idea tenía de por dónde proseguir, pero el cheque ingresado en mi banco añadió unos cuantos ceros a mi raquítica cuenta, inyectándome la dosis de entusiasmo precisa. Al salir de la sucursal hacia la avenida, en los soportales de la iglesia, unos piojosos se ofrecían a la lectura de manos, tarot y no sé cuántas técnicas adivinatorias más a los ingenuos transeúntes que creyeran en tales supercherías. Entré en conversación fingiendo ser el marido ultrajado por la infidelidad de mi hacendosa esposa con un caballero de posibles; urdimos una trama por la que uno de ellos se haría, de alguna forma, con una fotografía de los adúlteros. Con ésta y una prenda de cada uno de los amantes que hubiera estado en contacto con su corazón mientras dormían, me prometieron entrar en sus secretos del subconsciente más recónditos. Me divirtió la charlatanería y locuacidad de los jóvenes por lo que decidí aceptar el ofrecimiento.

Nos reunimos en una taberna del centro una noche de la semana siguiente. No sé si fueron las cervezas, el picante de las banderillas o que aquellos muchachos tenían una inventiva majestuosa -tal vez me estuvieran ablandando los años, o los acuciantes apuros económicos-, pero la historia que envolvía la infancia de los amantes era lo más tierno que había escuchado desde que mi abuela muriera, dejándome huérfano de aquellas fábulas de los animales del bosque de su Burgos natal susurradas al arroparme.

Ya no se emplea el almidón para mantener la rigidez de las telas… el recuerdo de aquel niño, ahora marido infiel, y la pequeña planchadora, era el inocente juego de los primeros escarceos: rodando de brazo en brazo entre las faldas de las aventajadas niñas de su misma edad que lo empujaban y acercaban, entre risas, como un pelele manteado, mientras él se empapaba del, ya olvidado, aroma del almidón y sentía el crujir de los encajes y entretelas de las enaguas que, por aquel entonces, vestían hasta las niñas de más humilde condición. Aquellos juegos de «chocar» fueron vistos por los ojos maliciosos de los adultos como el florecimiento de la incipiente sexualidad a domesticar, poniendo punto final a las algarabías con el ingreso del niño en el estricto internado. Ese impulso primigenio como idealizado deseo insatisfecho era la única razón que mantenía el vínculo amoroso de la desigual pareja de amantes en la actualidad.

Imaginaba que mi cliente no se iba a conformar con la enternecedora anécdota, si no fuera acompañada de algún hechizo que repusiera su monótono matrimonio al estado anterior a las visitas a la planchadora. Así que opté por métodos tradicionales, indagando de nuevo en los círculos de la mujer para saber que sufría tisis quedándole poco tiempo de vida. La noticia no hizo sino enfurecer todavía más a la ultrajada señora: ‘tal desenlace no hará más que empeorar el embobamiento de mi marido’, ‘ha de solucionarlo como sea’ sentenció, dando un portazo al cuchitril, mal llamado despacho.

Trasladé el encargo, apremiado, aunque con desconfianza, a los dos mugrosos. Bastaría, según ellos, acceder a los sueños de la planchadora, que ellos creían mi esposa, para hacer desaparecer del intangible lugar de las ensoñaciones a aquel niño idealizado. Sólo había un inconveniente: la técnica, todavía sin depurar, estaba testada contra las funestas apariciones de los fallecidos en las pesadillas de los vivos, y no podían garantizar qué ocurriría con una persona que fuera todavía habitante de éste mundo. Sin vuelta atrás, les dejé la instrucción de hacer desaparecer a la niña de los sueños de él. Ante su sorpresa por mi frialdad ante el incierto destino de la que creían mi mujer, un buen fajo de billetes les borró con complacencia el semblante de desconcierto.

Al día siguiente del ritual, vigilé de cerca al amante hasta que acudió a una nueva cita. Al momento, lo vi salir del portal con su maletín y su sombrero en la mano, girándose meditabundo mientras se alejaba contemplando la ventana del tercer piso donde ella vivía. Accedí al piso y llamé a la puerta de la vivienda, me abrió su propietaria y ocupante, una rechoncha señora a cuyos muslos se aferraban dos mocosos de corta edad, ni rastro de la anterior habitante.

Con la satisfacción de haber resuelto el caso, me dirigí a mi despacho. Subí con rapidez el tramo de escaleras hasta el entresuelo, encontrando la puerta de mi oficina inusualmente abierta. Con cautela, entré despacio a la luminosa pequeña sala, lucía pintada y pulcramente decorada, la joven que tecleaba veloz sentada frente a la máquina de escribir cesó repentinamente el repiqueteo, se levantó, se frotó los hombros, dejando caer en la espalda una chaqueta de punto que colgaba en el perchero detrás de la puerta de entrada donde relucía una placa metálica con el rótulo: «Seguros y reaseguros. Pólizas. Decesos»

Comencé a pensar que había sido objeto de una trampa, en la que había caído como el más bobalicón de los incautos. Pero, ¿de quién? ¿de la dama, tal vez? Volví de nuevo a casa de la planchadora, un mal augurio me rondaba, funesto. ¿… La conozco? Le dije temeroso a la madre de los dos mocosos… que ahora me resultaban tan familiares… La mujer miraba una y otra vez, de lado a lado por el rellano, como si yo fuera invisible. Sin embargo, aquellos niños clavaron su mirada diabólica en mí, como un gato al que te acercas superando el umbral de la distancia permitida.

Sin pedir permiso, entré en el destartalado piso, la mujer cerró la puerta y se adentró en la cocina; los dos niños retomaron sus juegos sobre la alfombra, a los pies del sofá, dirigiendo de forma alternativa, sus miradas a los coches de hojalata en miniatura y a algún punto, hacia el que deseaban dirigir mi atención, no me cupo duda. Sobre el sofá, entre el montón de ropa por doblar, asomaba una de mis camisas en cuyo puño prendía uno de mis gemelos con mis iniciales. La tomé con aprensión, como si se tratara de la blanca muda de piel de una serpiente. Uno de los niños se dirigió al mueble que presidía la pequeña estancia, y mi mirada continúo la trayectoria de la suya hasta el estante de la alacena donde refulgía el metálico dorado de un portarretratos con la fotografía de un grupo de chavales en un paraje familiar: era mi pueblo en Burgos, en la imagen destacaba una pareja en actitud acaramelada, aguzando la vista me reconocí, la rechoncha mujer, que trasteaba por la cocina, era una joven espigada por aquellos años y yo un chaval enamoradizo…

Sin necesidad de abrir la puerta, pues pude traspasarla con total facilidad, salí de allí perseguido por la mirada conminatoria de los hermanos. Los dos muchachos, probablemente hijos míos, habían realizado su conjuro sobre mí, la historia de la planchadora había sido la excusa para la toma de conciencia de mi nueva condición de desterrado terrenal. Sus habilidades paranormales habían conseguido que dejara descansar el orgullo herido de su madre, extirpándome por siempre de sus sueños, para poblar los suyos de la añoranza por el padre que habita en sus fantasías como un fantasma.

Asun Ferri

*Imagen: La planchadora, Edgar H. Degas

 

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