Letargo

sueños

Se ha interrumpido el flujo de los versos, de la caligrafía entre dos líneas, giran lentas las manecillas del torbellino de pensamientos. Están ahí escondidos, agazapados en la geometría polvorienta del terrazo del patio, junto a unas hojas y la pinocha que obstruye el remolino del sumidero. Esperan sin angustia, ni arrepentimiento, su momento. El instante en que se cuelen por el agujero, rodando toroidalmente buscando su universo paralelo. Hacen fuerza, se secan, o se hinchan, absorben cualquier minúscula gota de vida, asoman en imágenes, no se rinden, es impensable que te olvides de ellos. Una vez conformados se pasean por los sueños, esos pesados, que te dejan agotado, y cuando de madrugada te levantas y preparas el brebaje antes del rutinario combate, compruebas que te espera una jornada inacabable, de la que no te importa el aciago resultado, pues no hay salario que pague el esfuerzo de, intentar en vano, mover durante ensueños el cuerpo paralizado, ese laborioso trabajo que, en el mundo real, no contabiliza como realizado.

A. Ferri

Luciana-Urtiga

*  Fotografía de Luciana Urtiga

«Los retratos de Luciana llevan por la idea del encuentro de su cara formada de la naturaleza o de las propias extensiones de su cuerpo en una alegoría de que estamos hechos de fuera, y afuera también está la nada.» – See more at: http://culturacolectiva.com/los-rostros-de-luciana-urtiga/#sthash.LGlrzr1i.dpuf

* Imagen superior: tomada en la red.

La tormenta

mujer y tormenta

El frío se desvanecía, agotado por el vigoroso sol que relucía en lo alto, parecía como si una gruesa cortina hubiera sido descorrida en el firmamento, dejando filtrar de un día a otro, toda su energía. Los campos habían reverdecido, las abejas laboraban impertinentes, las mariposas trazaban piruetas, los pájaros afinaban sus trinos, las ranas croaban intermitentes, pequeñas píldoras de colores salpicaban la tierra seca y las hojas mustias se hundían entre nuevas marañas que brotaban punzantes. Aquel hombre dejó sus guantes, se quitó la gorra empapada, se secó el sudor con sus manos ásperas y miró alrededor. La sangre sentía que le hervía, en su corazón se había instalado un potente acelerador de partículas, caminaba receptivo, atento, los dientes apretados, los puños cerrados, oteando alrededor hacia las sombras de los árboles, donde estaban los compañeros.

Era la hora del almuerzo, estaban todos sentados, algunos en el suelo, otros en los ribazos. En los campos lindantes los jornaleros seguían trabajando, el ruido de las máquinas de faenar invadía las pocas conversaciones, el estruendo de los tractores resonaba en su cráneo, como en una caja acústica; su rostro congestionado, rojo, los ojos entrecerrados, y la vena de su cuello, presagiaban la tormenta, el estallido seco de la violencia. El otro jornalero permanecía impávido mientras aquel se acercaba hacia él desafiante, paró en seco a su lado, recriminándole una afrenta pasada; se veían sus bocas abrirse como en una película muda, cuando… empezaron a empujarse, primero el que permanecía de pie propinó un fuerte empellón en el pecho al otro, luego, el que estaba sentado se levantó, incrédulo, y se irguió en actitud de defensa, esgrimiendo el bocadillo como única arma; intercambiaron más frases entrecortadas, lanzadas al aire entre una fina lluvia atomizada de saliva, les envolvía una capa transparente de energía incombustible, ni buena ni mala, simplemente habían formado un halo de rayos que estallaban, generados por la electricidad acumulada en las nubes de tormenta, que se presiente, se huele, se espera y se desea que explote en torrencial lluvia, con ímpetu ruidoso para dejar paso a la calma, anhelando aspirar el olor a tierra mojada,  pequeños instantes de paz que nos hacen pensar que merece la pena estar aquí, aunque no sepamos muy bien, para qué, ni por qué.

Se enzarzaron, en una desigual pelea, pues no había ánimo de ella en aquel que no soltaba su almuerzo por nada del mundo;  todo fue muy rápido, los compañeros tardaron en reaccionar, sorprendidos, aletargados por el calor, una mujer clamó a gritos, pidiendo que los separaran, y a la vez, el remolino de sus cuerpos y sus brazos,  trazaba círculos concéntricos en el aire, estrellas radiantes y líneas discontinúas, serpientes y lagartos con lenguas viperinas que salían por su boca. Finalmente, los separaron, atónitos, sin saber muy bien qué había pasado, ni qué lo había originado, formándose dos grupos, tan sólo por la precaución de que no volvieran a tocarse, cada hombre dio su explicación de lo ocurrido, alegando sus razones, volvieron poco a poco al trabajo, deshaciéndose los corrillos y al final de la jornada, cada uno en su casa se reía al contar lo acontecido, sobre todo recordando cómo uno de ellos no soltaba el bocadillo. Aquella noche llovió con furia, había llegado la primavera.

A. Ferri

Alejandro, un niño espacial (II)

II

Trijón, el colérico

Alejandro se echó a andar, no tenía ni idea de cuán lejos o cerca estaría el mar, así que pegó un salto de la acera a la calzada y paró a un coche. La muchacha que conducía frenó en seco asustada.

– ¿Estás loco?- gritó la muchacha-. ¡Casi te atropello!

– ¡Oh! Lo siento, sólo quería subir al coche- le dijo Alejandro.

– ¡¿Quéee?, subir a MI coche!

– Sí, quiero ser tu amigo y que vayamos al mar.

– ¡Ja! Debo de estar soñando mocoso, ¿pero tú de donde sales? ¡Coje el autobús como todo el mundo!

– No tengo dinero para comprar un billete.

Katrina no salía de su asombro, ¡no tenía dinero!, no podía ser, era imposible, todos los pobladores tenían dinero; entonces, pensó, podría ser él, es decir uno de ellos, de los superbuenos.

Katrina lo miró a los ojos para cercionarse. Tenía unos preciosos ojos azules llenos de puntitos grises, se quedó hipnotizada, con la boca abierta, era como si sus ojos contuvieran todas las estrellas del firmamento. De repente, despertó, “¡vamos, sube, rápido!” le dijo, “parece como si lo hubieras adivinado, ¡debemos ir al mar!”.

Mientras conducía trepidantemente, Katrina le iba explicando a Alejandro la razón de sus prisas: “Trijón es el dueño del petróleo que necesitan los pobladores para alumbrarse, calentarse y desplazarse en los medios de transporte. Hace poco conocí a Zesla, un superbueno como tú, no necesita dinero, es un sabio, posee el conocimiento del universo e investiga para el bien de los pobladores; Zesla descubrió una energía limpia y gratuita para sustituir al petróleo, cuando Trijón se enteró, enfureció y montó en cólera: si los pobladores no necesitaban su petróleo ya no podría acumular más dinero, era su ruina, una catástrofe, el fin del mundo mundial…”

– En éste momento -continúo Katrina-, Trijón está urdiendo un plan terrible: inundar toda la costa con el negro crudo, ahogar a las aves y los peces, llenar la arena de chapapote; sabe que Zesla ama mucho a los pájaros, a los peces, a las plantas de las dunas. Si cumple sus amenazas Zesla morirá de pena, sus investigaciones quedarán inconclusas y los pobladores deberán seguir pagando cantidades ingentes de dinero por el petróleo.

Alejandro no salía de su asombro, “pero…, cuánta maldad”, dijo, y más egoístamente al recordar que aún no había cumplido sus sueños en éste viaje recién emprendido, exclamó:

– ¡Jolín!, si yo acabo de llegar, ¡sólo quería bañarme en el mar!

– ¡Pues espabila! -le dijo Katrina-. ¡Ponte las pilas!

Llegaron al mar, salieron rápidamente del vehículo. En la playa, a pocos metros de la arena, había encallado un superpetrolero; Trijón estaba en cubierta vociferando, su cara pasaba del rojo al amarillo, del verde al naranja en cuestión de segundos, daba vueltas y vueltas de babor a estribor, de proa a popa, se subía al mástil de un salto, bajaba y pateaba cualquier cosa a su alcance.

Katrina y Alejandro se fueron acercando. Trijón estaba a punto de estallar. La algarabía había provocado que muchos pobladores se congregaran alrededor, Zesla también salió de su cueva.

Katrina previno a Zesla:

– Vete, si te ve entonces romperá los tanques y ya no habrá remedio.

– Es que me da mucha pena -afirmó Zesla-.

Katrina se enfureció con él:

– ¿Cómo puede darte pena un supermalo? ¿Acaso olvidas lo que está planeando?

– Tranquila -le interpeló Alejandro- hay que ser paciente. Zesla vuelve a la cueva, debes continuar con tu trabajo, nosotros esperaremos a que Trijón se calme y subiremos para hablar con él.

Alejandro se sentó en la arena. Los pobladores se le acercaban formando un círculo a su alrededor. Sobre cada uno de ellos gravitaba una estrella que los seguía a todas partes. Se sentaron a su lado y esperaron en silencio.

Trijón se fue serenando, sus gestos eran más sosegados y su rostro recuperó su color natural. Se asomó a la barandilla del barco atraído por aquel niño al que todos acompañaban.

– ¿Quién eres?, le dijo.

– Soy Alejandro.

– ¿Y qué haces aquí?

– Esperar.

– ¿Esperar a qué?

– A comprender.

– ¿Qué quieres comprender?

– A ti.

– ¿A mí por qué?

– Porque quiero ayudarte.

– ¿Ah sí? Pues deshazte de Zesla, quiere arruinarme.

– Él sólo quiere ayudarte.

– ¿También? Vaya, hoy todo el mundo quiere ayudarme, ¡qué buenos! -dijo con sarcasmo-.

– ¿Qué quieres Trijón?

– Más dinero, todo el dinero del mundo.

– ¿Para qué?

– Para comprar barcos, coches, aviones, casas, joyas…, -y cuando pronunció esa palabra se echó a llorar-.

– ¿Qué joyas quieres comprar?

– Ninguna, déjame en paz –le respondió balbuceando-.

– Vamos Trijón, dímelo.

– No, déjame -Y lloraba bajito, se tapaba la cara con las manos mirando de soslayo por entre sus dedos las estrellitas de los pobladores-.

– Trijón, tu estrella no la puedes comprar con dinero, no tiene precio.

– Sí, todo tiene precio y aunque valga muchos millones yo los conseguiré y tendré mi estrella –declaró a la vez que balanceaba el puño de su mano derecha de un lado a otro en señal de: “¡chínchate!”

– Trijón, sabes que la luz del sol no cuesta dinero, las estrellas tampoco.

– La luz del sol no cuesta dinero, pero la luz que funciona con mi petróleo sí- y le hizo un ‘petorrillo’ con los dedos a modo de trompeta.

– Las estrellas no brillan con tu petróleo –le respondió contundentemente Alejandro-.

Trijón se quedó desconcertado, dubitativo. Alejandro aprovechó el momento y subió al barco aproximándosele, éste lo miró con ojos de súplica.

– Ayúdame -le imploró-.

– Mira, tienes que buscar tu estrella. Devuelve todo el petróleo a la tierra, deja éste barco en el puerto y con uno más pequeño hazte a la mar. Las estrellas brillan en el cielo, les gustan mucho las aventuras, tú eres un hombre viajero, cualquier noche de éstas tu estrella caerá y se quedará contigo para siempre.

Trijón estalló de alegría, daba saltos y volteretas, “¡gracias, gracias!” exclamó, se abrazaba a Alejandro y le daba besos.

– Gracias a todos -dijo Trijón dirigiéndose a los pobladores-, parto a buscar mi estrella. Adiós, adiós…

* Cuento completo en la entrada Alejandro, un niño espacial.

** Fotografía:  http://www.canariasinvestiga.org/el-vapor-zuleika-encalla