En el viaje hacia el lugar donde encajar definitivamente como una pieza de Tetris, aunque el peaje sea desaparecer inmediatamente al formar la perfecta línea, o tal vez precisamente por ello, en ese viaje inevitable que todos emprendemos, corroboré, que como comúnmente se expresa, el mundo es un pañuelo y está conectado por hilos invisibles, hilos como telas de araña a contraluz que se enredan en tus brazos inexplicablemente al pasar por el mismo espacio donde no había nada hace sólo unos instantes.
En ese lugar, villa o pueblo por el que ahora rondo, como no hay otro, por su singularidad y particularidad, la Iglesia forma, junto con el ayuntamiento, la biblioteca y la casa de cultura, un bloque compacto y robusto -herencia de los antiguos muros de lo que un día fue el castillo- acentuado por la cercanía de las casas que, al contrario de la lógica de construcción de otros pueblos, no componen una plaza alrededor de la entrada principal del conjunto arquitectónico, sino que permanecen en pie rodeándolo, con el espacio justo para que pase un coche, un carro o un coche de caballos.
La biblioteca atesora unos cuantos libros desvencijados y, en proporción, bastantes más viejos ordenadores para solaz de los adolescentes que tienen racionada su hora de sesión diaria para conectarse al mundo. Por las tardes, la sala parece un aula de colegio rural que acoge a niños de todas las edades: mocosos, que apenas levantan tres palmos del suelo, botan de ordenador en ordenador, los preadolescentes se mueven por la sala como mafiosos tratando de robar unos auriculares directamente de la cabeza de una niña que se defiende a puntapiés sin apartar la vista de la pantalla; el cartel de silencio hace tiempo que desapareció y la funcionaria que gobierna la guardería, rítmica e intermitentemente, impone orden con energía, y más, cuando una jovenzuela a voz en grito -amalgamado con risitas cortadas por el hipo- le pregunta a su amiga, sentada junto a ella codo con codo, si es quien le está gastando esa broma tan graciosa a través de la red.
El recinto que, siglos atrás, fue castillo amurallado, guarda hoy el poder invisible, ese que proporciona generosamente la Diputación a través de la red wifi y, como antaño las doncellas menesterosas, éste queda recluido tras los espesos muros, escapando sólo levemente por el portalón y el único ventanal acristalado, siendo misión imposible conectarse fuera, sentada, por ejemplo, cómodamente en el fresco parterre de flores o porqué no, en la terraza del bar que dista tan sólo tres metros del ansiado tesoro.
Conectada el tiempo pasa volando, cuando me veo expulsada del castillo, doy unas lánguidas vueltas buscando una sombra junto a la puerta o la ventana. Sosteniendo el ordenador a dos manos lo elevo hacia el cielo buscando la señal, me muevo como en una ancestral danza de la lluvia en medio de una pertinaz sequía, alcanzando el wifi más que a pie de escalera y a pleno sol. Sin acritud cierro el portátil, desando mis pasos atisbando en el regreso el interior de la Iglesia: el templo, majestuoso, permanece vacío, tan sólo se vislumbra una figura reclinada en la primera fila, crédulo feligrés ensimismado en la búsqueda de su particular conexión a lo divino. Contemplando las altas bóvedas, un chispazo enciende la lámpara de Aladino de mis ideas disparatadas, pensando que el campanario donde tañen las campanas sería el mejor enclave para que la magia del wifi invadiera el pueblo y toda la comarca.
Finalmente, me encamino resignada a mi guarida, donde dentro de nada alcanzaré de nuevo el estado de gracia, conectándome gracias a la tecnología vía satélite, …sólo me separa de ella unos cientos de euros… tan escasos últimamente. Entonces, podré al fin corroborar si durante éstos meses mis neuronas han estado bailando caóticamente al faltarles el hilo conductor que las unía a la red o, por alguna otra cuestión, el desorden es ahora su estado natural… Quizás Internet es el fino hilo de pescador que engarza las diminutas cuentas de un collar que un día rodaron despavoridas al estrellarse contra el suelo.
A. Ferri